lunes, 31 de mayo de 2010

Ellos

Miré el libro que descansaba sobre mi mesa de luz. Supuse que el sueño no me dejaría terminar siquiera una sola página y descarte rápidamente toda idea de lectura. Apagué el velador. Me arranqué las ropas y las tire sobre la silla. Desarme la cama apurado por el frio y me zambullí en ella en un solo movimiento, ágil pero torpe, antiestético. Recorrí con los pies todos los rincones de las sabanas heladas hasta que mi piel empezó a disfrutar su humor. Acaricié la almohada varias veces con la cabeza hasta que esta se abrazo a mi rostro. Inspiré de golpe todo ese aire de encanto, de encuentro, de ritual diario que en invierno se vuelve especialmente fantástico, que es volver a acostarse.
Mis ojos cerraron con sus parpados esa última puerta –que aún abierta- no coqueteaba con ningún haz de luz, solo la oscuridad tenía el poder de acariciarla. Suelo dormir con la persiana abierta, para que el sol haga las veces de alarma, pero esta noche fue la excepción.
Creo que tuve los ojos cerrados tan solo unos segundos, pero realmente no sabría decir si fue más o menos tiempo-se sabe lo difícil que es tener noción del tiempo cuando se está entre-dormido-. Cuando los sentí, estaban ya dentro de la habitación. El miedo me paralizó, y a la vez me detono una batería de latidos. Sabía que si prendía la luz, se enojarían, sería peor, lo sentirían como una amenaza irrespetuosa, débil, insegura y me dejaría vulnerable. También sabía que el hedor que despedía mi miedo llegaría a sus narices en un instante, sin siquiera tener que mediar el aire. Tragué saliva y me impuse una frialdad sádica, una mezcla de coraje heroico con arrogancia irrespetuosa -descabellada si analizamos la situación-. Sostuve mi postura, empecinado, firme, irradiando una ira cabal que no demostraba ni una gota de temor, al contrario, lo provocaba.
Corrí las frazadas arrastrando con ellas todo el frío de la habitación. El calor me enfundaba, me convertía en arma. Sin levantarme, sin decir una palabra, los estábamos amenazando. Sin prender la luz, los vi. Vi la imagen de una coordinada fila india que salía silenciosamente de la habitación. Uno a uno se fueron escapando. Se cruzo por mi mente la idea de gritarles, de hablarles, de volcar en palabras lo que ellos ya sabían, pero no quise convertirme en un mal ganador.
Esperé un tiempo prudente y encendí el velador, efectivamente ya todos se habían ido. Sospeche que el insomnio vencería al cansancio. Volví a mirar el libro.

R.M.G

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